El texto está extraído del libro Testigos de esperanza de F.X. Nguyen
van Thuan, publicado por la Editorial Ciudad Nueva en el año 2000 (págs. 26-31), y se
reproduce aquí por cortesía de la editorial a quien se agradece su
autorización. Monseñor Francois-Xavier Nguyen van Thuan nació en 1928 en Hue,
región central de Vietnam. Fue ordenado sacerdote en 1953 y obispo de Nhatrang
en 1967. En 1975 es nombrado por Pablo VI obispo coadjutor de Saigón,
actualmente ciudad de Ho Chi-Minh. A los pocos meses de su nombramiento, con la
llegada del régimen comunista, es arrestado permaneciendo en la cárcel desde
1975 a 1988.
Detenido en 1975 por su condición de obispo y encarcelado
durante 13 años en las cárceles del Vietcong, nueve de ellos en completo
aislamiento, en el año 2000 Juan Pablo II encarga a monseñor Van Thuan impartir
los ejercicios espirituales de Cuaresma ante la curia vaticana.
Al comienzo de los mismos, monseñor Van Thuan relata cómo a pesar de las
duras condiciones de su prisión, su esperanza inquebrantable en Jesús despierta
la admiración e incomprensión de sus compañeros de prisión y guardianes. He
aquí el admirable testimonio que dio sobre su seguimiento a Jesús
En la prisión mis compañeros que no son católicos, quieren comprender «las razones de mi esperanza». Me preguntan amistosamente y con buena intención: «¿Por qué lo ha abandonado usted todo: familia, poder, riquezas, para seguir a Jesús? ¡Debe de haber un motivo muy especial! ». Por su parte, mis carceleros me preguntan: «¿Existe Dios verdaderamente? ¿Jesús? ¿Es una superstición? ¿Es una invención de la clase opresora? ».
En la prisión mis compañeros que no son católicos, quieren comprender «las razones de mi esperanza». Me preguntan amistosamente y con buena intención: «¿Por qué lo ha abandonado usted todo: familia, poder, riquezas, para seguir a Jesús? ¡Debe de haber un motivo muy especial! ». Por su parte, mis carceleros me preguntan: «¿Existe Dios verdaderamente? ¿Jesús? ¿Es una superstición? ¿Es una invención de la clase opresora? ».
Así
pues, hay que dar explicaciones de manera comprensible, no con la terminología
escolástica, sino con las palabras sencillas del Evangelio.
En
la cruz, durante su agonía, Jesús oyó la voz del ladrón a su derecha: «Jesús,
acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc 23, 42). Si hubiera sido yo, le
habría contestado: «No te olvidaré, pero tus crímenes tienen que ser expiados,
al menos, con 20 años de purgatorio». Sin embargo Jesús le responde: «Te
aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Él olvida todos los
pecados de aquel hombre.
Algo
análogo sucede con la pecadora que derramó perfume en sus pies: Jesús no le
pregunta nada sobre su pasado escandaloso, sino que dice simplemente: «Quedan
perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor» (Lc 7, 47).
La
parábola del hijo pródigo nos cuenta que éste, de vuelta a la casa paterna,
prepara en su corazón lo que dirá: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya
no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,
1819). Pero cuando el padre lo ve llegar de lejos, ya lo ha olvidado todo;
corre a su encuentro, lo abraza, no le deja tiempo para pronunciar su discurso,
y dice a los siervos, que están desconcertados: «Traed el mejor vestido y
vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Traed el
novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo
mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado» (Lc
15, 22-24).
Jesús
no tiene una memoria como la mía; no sólo perdona, y perdona a todos, sino que
incluso olvida que ha perdonado.
Si
Jesús hubiera hecho un examen de matemáticas, quizá lo hubieran suspendido. Lo
demuestra la parábola de la oveja perdida. Un pastor tenía cien ovejas. Una de
ellas se descarría, y él, inmediatamente, va a buscarla dejando las otras
noventa y nueve en el redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura
sobre sus hombros (cf. Lc 15, 47).
Para
Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más! ¿Quién aceptaría
esto? Pero su misericordia se extiende de generación en generación...
Cuando
se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar por ningún
riesgo, por ningún esfuerzo. ¡Contemplemos sus acciones llenas de compasión
cuando se sienta junto al pozo de Jacob y dialoga con la samaritana, o bien
cuando quiere detenerse en casa de Zaqueo! ¡Qué sencillez sin cálculo, qué amor
por los pecadores!
Una
mujer que tiene diez dracmas pierde una. Entonces enciende la lámpara para
buscarla. Cuando la encuentra, llama a sus vecinas y les dice: «Alegraos conmigo,
porque he hallado la dracma que había perdido» (cf. Lc 15, 89).
¡Es
realmente ilógico molestar a sus amigas sólo por una dracma! ¡Y luego hacer una
fiesta para celebrar el hallazgo! Y además, al invitar a sus amigas ¡gasta más
de una dracma! Ni diez dracmas serían suficientes para cubrir los gastos...
Aquí
podemos decir de verdad, con las palabras de Pascal, que «el corazón tiene sus
razones, que la razón no conoce»
Jesús,
como conclusión de aquella parábola, desvela la extraña lógica de su corazón:
«Os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo
pecador que se convierta» (Lc 15, 10).
El
responsable de publicidad de una compañía o el que se presenta como candidato a
las elecciones prepara un programa detallado, con muchas promesas.
Nada
semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanos, está destinada
al fracaso.
Él
promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos, que lo han
dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el alojamiento, sino sólo
compartir su mismo modo de vida.
A
un escriba deseoso de unirse a los suyos, le responde: «Las zorras tienen
guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde
reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).
El
pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero «autorretrato» de Jesús,
aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de principio a fin una
paradoja, aunque estemos acostumbrados a escucharlo:
«Bienaventurados
los pobres de espíritu..., bienaventurados los que lloran..., bienaventurados
los perseguidos por... la justicia..., bienaventurados seréis cuando os
injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros
por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en
los cielos» (Mt 5, 312).
Pero
los discípulos confiaban en aquel aventurero. Desde hace dos mil años y hasta
el fin del mundo no se agota el grupo de los que han seguido a Jesús. Basta
mirar a los santos de todos los tiempos. Muchos de ellos forman parte de
aquella bendita asociación de aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin
fax...!
Recordemos
la parábola de los obreros de la viña: «El Reino de los Cielos es semejante a
un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para
su viña. Salió luego hacia las nueve y hacia mediodía y hacia las tres y hacia
las cinco.., y los envió a sus viña». Al atardecer, empezando por los últimos y
acabando por los primeros, pagó un denario a cada uno (cf. Mt 20, 116).
Si
Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de empresa, esas
instituciones quebrarían e irían a la bancarrota: ¿cómo es posible pagar a
quien empieza a trabajar a las cinco de la tarde un salario igual al de quien
trabaja desde el alba? ¿Se trata de un despiste, o Jesús ha hecho mal las
cuentas? ¡No! Lo hace a propósito, porque -explica-: «¿Es que no puedo hacer
con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?».
Pero
preguntémonos: ¿por qué Jesús tiene estos defectos? Porque es Amor (cf. 1 Jn 4,
16). El amor auténtico no razona, no mide, no levanta barreras, no calcula, no
recuerda las ofensas y no pone condiciones.
Jesús
actúa siempre por amor. Del hogar de la Trinidad él nos ha traído un amor
grande, infinito, divino, un amor que llega -como dicen los Padres- a la locura
y pone en crisis nuestras medidas humanas.
Cuando
medito sobre este amor mi corazón se llena de felicidad y de paz. Espero que al
final de mi vida el Señor me reciba como al más pequeño de los trabajadores de
su viña, y yo cantaré su misericordia por toda la eternidad, perennemente
admirado de las maravillas que él reserva a sus elegidos. Me alegraré de ver a
Jesús con sus «defectos», que son, gracias a Dios, incorregibles.
Los
santos son expertos en este amor sin límites. A menudo en mi vida he pedido a
sor Faustina Kowalska que me haga comprender la misericordia de Dios. Y cuando
visité Paray-le-Monial, me impresionaron las palabras que Jesús dijo a santa
Margarita María Alacoque: «Si crees, verás el poder de mi corazón».
Contemplemos
juntos el misterio de este amor misericordioso
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